Tu gusto en narrativa

Tres textos de narrativa de un autor consagrado, un premio nobel y un autor desconocido. Primera página de cada uno de ellos. ¿Cuál te gusta más?

(1)

Una vez viví en Roma un domingo radiante. Trabajé toda la mañana por deber y amor, es decir, por dinero. Traduje 4.000 palabras. Salí. Bebí, comí, volví, se estremeció la escalera al paso del obispo americano que se aloja en el apartamento de arriba. Paseó el gran obispo por el apartamento y crujió la casa (un temible temblor del alma del americano en trance), y luego el obispo se lanzó al sillón y produjo un seísmo, la agitación de leer un domingo por la tarde al profeta Isaías. Era el 8 de agosto de 2004.

Entonces llegó Francesca con la fuente de helado, sin aviso ni cita, un milagro, un aleteo de sandalias en la escalera. El talón se separa del zapato, se apoya el tacón en el suelo, cloc, cloc, cuidado, para no sonar, y el obispo descifra el morse de los pasos de mi amiga. Yo había oído en las zancadas obispales lo que Adán oyó en el paraíso: los pasos de Dios por el jardín. No es igual leer a Salomón, He encontrado el amor de mi alma y no lo soltaré hasta que lo haya metido en casa de mi madre, en el dormitorio en que me concibió, que entregarse a Isaías, Vuestra tierra es desolación, extranjeros que comen vuestro suelo. Los Cielos son mi trono, y la Tierra el estrado de mis pies.

(2)

-No perdamos la perspectiva, yo ya estoy harta de decirlo, es lo único importante.

Doña Rosa va y viene por entre las mesas del Café, tropezando a los clientes con su tremendo trasero. Doña Rosa dice con frecuencia «leñe» y «nos ha merengao». Para doña Rosa, el mundo es su Café, y alrededor de su Café, todo lo demás. Hay quien dice que a doña Rosa le brillan los ojillos cuando viene la primavera y las muchachas empiezan a andar de manga corta. Yo creo que todo eso son habladurías: doña Rosa no hubiera soltado jamás un buen amadeo de plata por nada de este mundo. Ni con primavera ni sin ella. A doña Rosa lo que le gusta es arrastrar sus arrobas, sin más ni más, por entre las mesas. Fuma tabaco de noventa, cuando está a solas, y bebe ojén, buenas copas de ojén, desde que se levanta hasta que se acuesta. Después tose y sonríe. Cuando está de buenas, se sienta en la cocina, en una banqueta baja, y lee novelas y folletines, cuanto más sangrientos, mejor: todo alimenta. Entonces le gasta bromas a la gente y les cuenta el crimen de la calle de Bordadores o el del expreso de Andalucía.

(3)

En un día cotidiano, Héctor se afloja el nudo de la corbata a las tres menos cinco de la tarde, se tira de las perneras del pantalón de tela que le ha tocado usar ese día y se deja caer en el asiento de su coche.

Conduce hasta su casa, durante unos cuarenta y cinco minutos, tratando de no pensar en nada, atento al tráfico, siempre tan concentrado a esa hora.

Aparca el coche, con cuidado de no rozar los flancos de una puerta que la constructora de la casa prometía más ancha y cuyos centímetros se comió el jardín del vecino, atestado de parterres que invaden algo más que el garaje. Se descalza los zapatos, sucios de un polvo de oficina, y se planta unos calcetines con puntos plásticos en las plantas para entrar en casa.

Antes de sentarse a la mesa, a comer ensalada, caldo o puré de primero y carne, pescado o algún guiso de segundo, charla con su esposa durante unos tres minutos en el dormitorio mientras se viste de sport. La corbata siempre se le olvida en el perchero y es motivo de leve disputa por no guardarla en el lugar que le corresponde.

Una pequeña cabezada después de comer lo reconforta hasta que comienza alguna novela latina en televisión, momento que aprovecha para salir al jardín, poner la correa al perro, un Jack Russell terrier siempre limpio y ágil, y sacarlo a pasear por el parque dos calles más allá de la suya.

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